Cada que surge a la luz un acto de corrupción, el presidente Andrés Manuel López Obrador suele responder con tres argumentos: el primero es hablar en tiempo pasado intentando evadir la responsabilidad inherente a su puesto, uno por el que luchó férreamente desde 2006, la culpa es de “los otros” nunca de su administración; el segundo, es señalar que “ellos” no son como “los otros” y; el tercero, es declarar que en su administración no se tolerarán (haciendo referencia a un futuro incierto) actos de corrupción, pero difícilmente lo hace en tiempo presente.  

Sí, el Presidente habla en tiempo pasado evadiendo así responsabilizarse por un combate fallido a la corrupción porque, admitámoslo, López Obrador lleva tres años en el poder y no ha sido capaz de procesar exitosamente ninguno de los casos emblemáticos que denunció durante los primeros días de su presidencia; incluso el más representativo de ellos, la acusación contra Emilio Lozoya, corre el riesgo de colapsar, pero su sistema de propaganda buscará la manera de justificar este monumental fracaso a cargo de la Fiscalía General de la República y del Presidente mismo porque sabemos que el primer Fiscal autónomo de nuestra historia no se manda solo.

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Sin embargo, el poder de su discurso tiene un límite y ese es el de los datos emanados de organismos internacionales y gobiernos extranjeros; hoy el Índice de percepción de la corrupción para 2021 de Transparencia Internacional nos obliga a hablar sobre el elefante en la habitación: nos acercamos hacia el final del sexenio y el Presidente no tiene un solo trofeo sobre su chimenea y no creo que lo vaya a tener si no corrige el rumbo.

Los números son fríos: México no logró subir la calificación obtenida en 2020 de 31 puntos de 100 posibles quedando posicionado en el lugar 124 de los 180 países evaluados por Transparencia Internacional. 

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Pero por lo menos hay cierta estabilidad.

Hay dos respuestas para esto: la primera es que el gobierno federal tiene de su lado un complejo y muy favorecedor andamiaje jurídico que no ha dudado en utilizar en contra de sus adversarios políticos (como los llama el Presidente), junto con instituciones de lo más sólidas como la Fiscalía General de la República y su Fiscalía Anticorrupción, el Servicio de Administración Tributaria, la Unidad de Inteligencia Financiera y la Procuraduría Fiscal de la Federación; casualmente, esta última oficina enfrentó un escándalo por corrupción y el Presidente se vio obligado a remover, con toda la discreción posible, a Carlos Romero Aranda para colocarlo como vocal del Instituto de Protección al Ahorro Bancario.

¿Esa no es corrupción en tiempo real que le corresponde combatir al Presidente? 

La segunda respuesta es la percepción, aunque parece que al Presidente únicamente le interesa la política interior, esto no implica que desaparezca por arte de magia la percepción de riesgo-país en el exterior. México obtuvo la misma calificación que Gabón, Níger y Papúa Nueva Guinea y quedamos por debajo de Zambia, Sierra Leona, Nepal, Mongolia, Perú, Ecuador, Brasil, Lesoto, Tanzania, Vietnam, Etiopía, Trinidad y Tobago, Senegal, Jamaica, Cuba, Ruanda y Botswana.  

También quedamos muy lejos de Dinamarca (y de su sistema de salud), Finlandia, Nueva Zelanda, Noruega, Singapur y Suecia (de 88 a 85 puntos), o de nuestro vecino Estados Unidos (67 puntos). ¿Qué nos impide en un futuro acercarnos a los países peor evaluados? ¿Siria, Somalia y Sudán del Sur (de 13 a 11 puntos) están tan lejos? ¿Qué tal llegar al nivel 177 de Venezuela (14 puntos)?

Nuestros 31 puntos son un pésimo resultado considerando los recursos económicos destinados al combate a la corrupción, que la corrupción había desaparecido por decreto y que ahora se planea exhibir a los delincuentes en las conferencias del presidente (porque esa maniobra suplirá todas las políticas fallidas, claro está) y esto es responsabilidad absoluta del Presidente, ya que hace mucho tiempo que rebasamos la línea de no retorno. 

Sin embargo, si el Presidente necesita otros datos, con mucho gusto lo podemos ayudar, México no está tan mal ya que 27 países han obtenido el puntaje más bajo de su historia, la media es de 43 puntos y dos terceras partes de los países evaluados no han logrado llegar a los 50 puntos. 

La vida, sin duda, era más sencilla antes y tal vez resulte mejor quedarse en el pasado, en una de esas puede ser que el Presidente sea uno de esos amantes a la antigua de los que todavía suelen mandar flores y tal vez por las noches maldiga a esas personas que le arrebataron la posibilidad de dirigir a México hace dieciséis años cuando tenía tan solo 53 años y estaba en el apogeo de su fuerza física y sin una pandemia que le ha impedido a su pueblo bueno y sabio el vitorearlo en las plazas públicas ya que, pese a sus deseos, nos hemos visto obligados a encerrarnos y a enterrar a 300,000 padres, madres, hermanas, hermanos, tíos, abuelas y amigos sin tener la oportunidad de despedirnos. 

Tal vez el Presidente, durante las largas noches en Palacio Nacional, añore tiempos más sencillos y puede ser que por ello, el pasado ocupa tanto tiempo en su mente. Tal vez recuerde constantemente la frase “cualquier tiempo pasado fue mejor”. 

Seguramente la vida era más sencilla cuando Andrés Manuel era, simplemente, Presidente legítimo de México y no estaba sujeto a evaluaciones, a dar resultados y a cumplir con la ley. Todo era más sencillo en el pasado cuando era el opositor más fuerte de México.

Cómo nos hace falta el Andrés Manuel del pasado. 

Salvador Mejía es Licenciado en Derecho por la UNAM y Maestro en Anticorrupción por la Universidad Panamericana

Este texto es una columna de opinión. Su contenido es responsabilidad del autor y no representa necesariamente la postura de EL CEO.