Nota del editor: Este texto es responsabilidad del autor.

Por Jaime Martínez Bowness*

Cuando Akio Morita, el fundador de Sony, ideó el Walkman en los años setenta, hubo una acalorada discusión en la empresa sobre si este nuevo apartado debía incluir o no la función de grabación. Hasta entonces, todos los aparatos de cassette de un tamaño parecido eran usados para grabar entrevistas y reuniones.

Morita insistió que este nuevo producto era para un fin distinto: generar una conexión entre el usuario y su música. Es decir, sería solo para escuchar. Menos funciones, no más. Al final, el empresario prevaleció sobre sus diseñadores y el Walkman se volvió un fenómeno global dada su portabilidad, sencillez de uso y claridad de propósito.

De entonces a la fecha, el avance tecnológico ha vuelto aún más común el dilema de Morita. Lo que podemos introducir dentro de un producto o servicio –en funciones, tecnología u opciones– no hace más que crecer. ¿Sucumbimos a la tentación de hacer productos y servicios catch-all para conectar con una base de clientes lo más amplia posible, o “quemamos nuestras naves” y hacemos apuestas diferenciadoras, como hizo el fundador de Sony… y el fundador de Apple con el iPod, y lo siguen haciendo tantas firmas, desde fabricantes de utensilios de cocina y de aspiradoras hasta diseñadores de muebles y los creadores de casi todo showroom en un centro comercial actual?

Un número creciente de empresas está optando por lo segundo, adoptando la sencillez y el minimalismo en sus diseños. Pero la simplicidad trae consigo un precio.

Uno de los diseñadores de Xerox en los años ochenta, Larry Tesler, acuñó lo que se conoce como la Ley de Tesler o la “ley de la conservación de la complejidad”. Advertía dos cosas: que hay una complejidad mínima inevitable en todo sistema, después de la cual la simplificación atenta contra la identidad básica del sistema. Esto es, que un ventilador puede ser enormemente simplificado en su diseño pero no puedes dejarlo sin aspas o dejará de ser un ventilador. Y segundo, que llegados a ese punto de complejidad obligatoria, lo único que puedes hacer como diseñador es pasar la complejidad del lado del usuario o del lado del sistema interno.

¿Más sencillez en la interfaz del usuario? Tendrás que incrementar la complejidad del sistema interno, back end o back office. ¿Más sencillez en el funcionamiento interno? Entonces el usuario deberá hacerse responsable de más funciones en los controles.

La historia le ha ido dando la razón a Tesler.

La interfaz intuitiva del iPod y la larga lista de aparatos de diseño “limpio” que aquel producto inauguró, solo fueron posibles gracias a los avances en el hardware y software en su interior. ¿Esa función de búsqueda personalizada que te ofrecen las tiendas en línea y plataformas de streaming, que recuerdan tus preferencias pasadas y se adaptan a ti? Simplicidad al frente basada en complejos algoritmos (y cookies en tu navegador) por atrás.

Otro ejemplo es la humilde función de “copiar y pegar” en la PC, hoy ubicua en los sistemas operativos. Antes el usuario debía reescribir lo que deseaba copiar, pero la sofisticación del software y mayor capacidad de memoria temporal en los equipos le fueron haciendo la vida más fácil al usuario, dando pie al ícono del “portapeles” y la combinación control+C, control+V.

Cómo no ver ejemplos de esto en todas partes: en el paso del automóvil de transmisión estándar (difícil de manejar, pero mecánicamente sencillo) a transmisión automática (de más fácil uso, pero necesitado de una nueva generación de talleres especializados); en la revolución que ha sido el Internet, empleado a diario hasta por niños pero cuyo funcionamiento pocas personas podrían explicar. O a la inversa, un sistema que le pasa todo el costo de su complejidad al usuario: un idioma.

Autores en diversas disciplinas, cada uno a su manera, han ido llegando a conclusiones parecidas acerca de la importancia de la sencillez en los sistemas y productos. En su clásico libro de 2004, The Paradox of Choice, el psicólogo Barry Schwartz argumenta que la sobreabundancia de opciones le hace la vida difícil al consumidor… y tiende a dejarla a ella o él con remordimiento, rumiando dudas como “¿habré elegido bien?” o “¿no será que había una mejor opción para mí que la que escogí?”. Por ello, acotar intencionalmente nuestras opciones es una buena idea.

Por otro lado, Blue Ocean Strategy (otro título de 2004), escrito por un par de académicos de INSEAD, también postula algo parecido: que solo se puede salir de mercados ultracompetidos si estamos dispuestos a maximizar ciertas características o funciones –y a abandonar otras– a tal grado que el producto ingrese a un mercado completamente nuevo.

Unos y otros autores coinciden en que la simplicidad es psicológicamente deseada por las personas, en que éstas no quieren tener que navegar entre una multitud de opciones o interfaces complejas, y que el contraste competitivo entre las marcas, productos o servicios es más fácil cuando éstos apuestan por grandes diferencias entre pocas características (y dejan de invertir en las demás: como la función para grabar del Walkman, que Morita desechó).

Akio Morita no nació ni hasta donde sabemos vivió o trabajó en la prefectura de Okinawa, una de las islas del archipiélago japonés. Pero a esos vecinos suyos (cuya etnia predominante no es la japonesa, por cierto, sino la ryukyuan, con su propio idioma e identidad), la idea de renunciar a la saturación les parecería poco original. Entre los okinawenses, famosos por longevos, se practica desde tiempo atrás el concepto de Hara Hachi Bu, que significa literalmente “comer hasta quedar 80 por ciento lleno”, nunca hasta el hartazgo o la indigestión.

Su ideal no es meramente una costumbre al comer. Es también una filosofía que busca no saturar ni a las cosas, ni a las organizaciones, ni a la gente. En el diseño de un producto, Hara Hachi Bu propone que contenga solo las características y funciones necesarias –dejando algunas fuera intencionalmente–, y sea así un producto más optimizado y fácil de usar.

Mucho que aprenderle en un mundo saturado a un diseñador de Xerox, a la invención del Walkman y a una longeva etnia isleña.

*Decano Regional de la Escuela de Negocios, Ciudad de México, Tecnológico de Monterrey

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